Una muchacha de unos treinta años se desplomó días pasados en la camilla y hubiese jurado que traía los rayos y centellas del cosmos enloquecido. Estaba demasiado tensa y cargada para aplicarle las piedras con las que suelo hacer los masajes.
Brilló a mi vista en ese momento un pedazo de cuarzo blanco de la precordillera puntana que había puesto en el estante para absorber y transformar en el ambiente la corriente que penetra y sale de los sistemas biológicos que cada tratamiento pone en juego en la camilla.
Decidí que era el momento de que esa piedra, que por su capacidad de transmisión energética sensible se utiliza en electrónica, satélites y naves espaciales, debutara en un cuerpo humano. No descubrí la pólvora, porque los egipcios, fenicios, celtas y chamanes ya sabían de qué se trataba.
Apoyé el trozo de cuarzo donde me indicaba que le dolía y fui dibujándole la ruta casi como dejándolo correr solo por una invisible vía magnética. Las energías empezaron a oscilar y se iban balanceando a medida que se disolvían los nudos en los que se habían condensado y el cuarzo detectaba a su paso. El estrés, los miedos, las angustias, afectan o estimulan las glándulas que controlan los procesos electroquímicos de las células y provocan los pensamientos desequilibrantes que desquician nuestras energías.
Ahí es donde actúa, con la contundencia que ningún otro mineral, el cuarzo para reenergizar esos sistemas biológicos alterados.
Terminada esa “limpieza”, el cuerpo quedó sedado para recibir la inyección de vitalidad de las piedras calientes.
No es mágico ni sanador, ni creo tampoco en ascendencias astrales. Pero posee fuerza vibratoria que ayuda a un cambio siempre que sea acompañada por la voluntad de quien la recibe y la energía positiva de quien la aplica. Leer más
No hay comentarios:
Publicar un comentario